El pasado que miramos. Memoria e imagen ante la historia reciente Claudia Feld y Jessica Stites Mor (compiladoras), Buenos Aires, Paidós, 2009

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¿Cómo se practica la memoria? ¿En qué momento se tocan lo personal, lo individual y lo colectivo? ¿Es acaso eso posible? Alejarse de los hechos en términos de tiempo implica casi necesariamente alejarse del referente, despegarse, mirarlo desde cierta distancia y desplegar un tipo de análisis que no puede ser idéntico al emitido en el mismo momento de los sucesos. Estas diversas visiones de mundo son las que se encuentran en los cineastas que se han encargado de retratar la década del setenta, desde aquellos que vivieron o acompañaron los hechos, hasta quienes los heredan como un desgarro que los antecede y define, emprendiendo la dura tarea de comprender y ensayar respuestas; y son precisamente las recogidas y analizadas en el libro que compilan Claudia Feld y Jessica Stites Mor.
Una de las primeras cosas que se destaca en la publicación como condición general del problema a desarrollar es la carencia de imágenes que documenten el periodo de la dictadura, de registros que sean testigos de los hechos sucedidos. Por tanto, como una condición, este mirar el pasado tendrá que necesariamente hacerse cargo de esta falta. Durante su recorrido, se abordan diversas imágenes televisivas, fotográficas y cinematográficas, que si bien son diferentes unas de otras encuentran algunos puntos generales en común y apuntan a analizar el vínculo y la tensión que generan con el concepto de testimonio, las prácticas políticas y sociales y la violencia, así como con la figura misma del desaparecido. Estas prácticas que buscan develar, comprender y juzgar al pasado no conforman un camino lineal ni son necesariamente dependientes unas con otras; sino que son más bien las aristas varias que conforman una tarea múltiple y siempre incompleta. Por eso el libro se estructura en cuatro partes, las tres primeras dedicadas al cine y la televisión y la última a fotografía. La primera, titulada “El testimonio y la cámara”, cuenta con los trabajos de Sandra Raggio y Claudia Feld, abordando precisamente la relación problemática a nivel ético, estético y político de la puesta en imágenes del testimonio de sobrevivientes sobre la experiencia del horror y la violencia, en un caso con motivo del episodio llamado “La noche de los lápices” observando el pasaje de lo judicial a lo fílmico, y en otro sobre un programa televisivo que mostraba la primera comunicación pública de los resultados obtenidos por la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP). La segunda parte, “Política e imágenes: visualizar los setenta”, con las investigaciones de Mirta Varela, Valeria Manzano y Lorena Verzero, y dedicada al terreno específicamente cinematográfico (con motivo de films de ficción y de documental) indaga sobre los modos de apropiación y comprensión de esa década en términos de problematización de la identidad y práctica política a partir de un presente complejo y a veces paradojal, incluyendo en ese ejercicio, a propósito de los sucesos de Ezeiza, el problema de lo que denomina Varela como la “imagen pendiente”. Haciendo foco en los ochenta (una década con grandes trabajos audiovisuales, a menudo denostados injustamente o lo que es peor, olvidados e invisibilizados) y alrededor de la transición democrática, los trabajos de Jessica Stites Mor y Carmen Guarini, buscan revisar imaginarios de representación y sus coordenadas políticas y culturales implícitas, reponiendo un escenario social desgarrado donde se hacía urgente repensar un pasado aún demasiado reciente pero que demandaba (y demanda) justicia. La última parte reúne los trabajos de Emilio Crenzel, Ferry Bystrom y Luzmila da Silva Catela, que versan específicamente como su título lo indica sobre “La fotografía como práctica de la memoria”, y se concentran respectivamente sobre las fotografías incluidas del Nunca Más, algunas obras de Marcelo Brodsky y León Ferrari, y el manejo de la fotografía, en tanto dispositivo, objeto y gesto de dar presencia a los desaparecidos.
Partiendo de la premisa de que la imagen (cinematográfica entre otras) es una manera no sólo de comprender sino además de construir el pasado a partir del presente, el texto señala la aparición en la actualidad de la necesidad de enfrentar la historia con nuevos interrogantes, haciendo tambalear hasta los conceptos más naturalizados. El cine como discurso no tendrá únicamente la posibilidad de analizar la historia, sino también lo que de esa historia ya se ha dicho, de qué manera y a partir de qué conceptos intocables. Será pues un compromiso y una tarea doble.
En esta oportunidad, y dado que se pretende hacer foco en el papel del cine documental, se tomará “Estrategias para crear el mundo: la década del setenta en el cine documental de los dos mil”, un capítulo dedicado exclusivamente al papel de este género en la construcción del pasado reciente. Lorena Verzero habla allí de dos generaciones de documentalistas: aquellos que filmaron durante los años de dictadura y los que volvieron a poner el ojo sobre los hechos tres décadas más tarde. Es necesario tener en cuenta que este salto, lejos de ser arbitrario, pone en juego dos contextos abiertamente distintos en donde nos encontramos, por un lado con un alto grado de censura, y por otro con un gobierno que, parafraseando a la propia autora, ha convertido la rememoración de ese pasado en materia de Estado. Lo interesante de este movimiento que va desde los protagonistas a los herederos es el modo en el cual se percibe el camino recorrido y el cambio en el punto de vista. El objeto es el mismo, son los diferentes discursos los que permiten ir nutriéndolo, desarmándolo y volviéndolo a armar cuidando de no pasar del silencio a la verborragia.
El análisis parte de un corpus de películas entre las cuales se encuentran Montoneros, una historia (Andrés Di Tella, 1994), Cazadores de utopías (David Blaustein, 1995), Errepé (Gabriel Corvi y Gustavo de Jesús, 2006) y Después de los días (Fernando Rubio, 2006) como principales ejemplos de lo que conformaría una nueva generación a pesar de las diferencias existentes entre unos y otros. Cada realizador emprende un camino absolutamente individual, y desde ahí se abren una serie de discusiones que tratan la necesidad, o no, de un análisis riguroso de la historia pero más aún la moral de quien hace una película como portador de cierto discurso. Discurso que ha de ser complejo si emprende la tarea de vincular reflexivamente pasado, presente y futuro.
Otro punto de análisis que se recorre en el libro en general y en el capítulo de Lorena Verzero en particular es el de la forma en que se construye a los protagonistas de la historia. Un peligro que corre permanentemente el cine  es el de caer en la separación lisa y llana entre buenos y malos. Partir de esta base propicia un terreno poco fértil para la reflexión y difícilmente sea saludable. Justamente uno de los gestos que podría percibirse como característico en la reciente generación de documentalistas es la puesta en crisis de las figuras protagónicas, tomando una enorme distancia del punto de partida del cine militante que los precede. La superación de aquella estructura no se entiende como contrapartida o rechazo de lo anterior, sino como parte de un camino común. Un camino que responde más al sentido de tránsito permanente que al de punto de llegada. La actualidad, por su parte, se enfrenta a nuevos problemas y nuevas cristalizaciones que habrá que seguir moviendo y desestructurando. Verzero observa que se ha pasado de la victimización a la mitificación de los protagonistas de las historias contadas: del ser humano atacado injustamente al héroe de un enfrentamiento. Tanto el primero como el segundo son espacios incuestionables, intocables y que retornan en mayor o menor medida a la oposición bueno-malo. Romper con este encasillamiento será tarea de quienes se dispongan a revisar la historia, de ahí que la autora busque los procedimientos tendientes a esta desestructuración dentro y fuera del corpus seleccionado. En Montoneros, una historia, por ejemplo, se construye cierto espacio entre quienes brindan sus testimonios (en carácter de sobrevivientes) que da lugar a la posibilidad de pensar en errores y traspiés histórico-políticos, y ésto, lejos de arremeter negativamente sobre la figura del militante, lo humaniza, lo vuelve objeto de una reflexión seria e integral, representa la posibilidad de diálogo y pensamiento maduro.
El caso de los hijos que filman la historia de sus padres es definitivamente especial. Son cineastas jóvenes que, a partir de fragmentos, emprenden la tarea de reconstruir un sujeto que indefectiblemente tendrá un doble carácter, ya que por un lado se encontrarán con la figura histórica y por otro lado con la familiar. Se relevan aquí films como Papá Iván (María Inés Roqué, 2000), (h) Historias cotidianas (Andrés Habegger, 2001), Los Rubios (Albertina Carri, 2003) y M (Nicolás Prividera, 2007). Cada cual hace un recorrido propio y pone en la pantalla su investigación, su deseo, su reproche y su dolor. La búsqueda e indagación histórica se conforma aquí como un elemento de duelo individual, y es aquí cuando puede empezar a pensarse la forma de entrecruzamiento entre lo particular y lo social. Los hijos cuentan historias de ausencias buscando quizás una redención para sus padres pero partiendo de su propia carencia como descendientes, como huérfanos o sobrevivientes. El cambio de eje es contundente. El protagonista no es ya aquí exclusivamente el objeto de estudio sino que también lo es el ojo, el otro sujeto, el posterior, el que viene a recordar que la muerte no es un cierre sino una apertura y entonces reclama.
Verzero tiene aquí su propia reflexión acerca de cómo lo íntimo y lo colectivo se pueden relacionar, sobre cómo puede ser uno el ventanal hacia el otro y cómo pueden iluminarse recíprocamente. Lo cierto es que se puede percibir la necesidad y la búsqueda de una doble sutura –social e individual– y en el libro se da cuenta de las diferentes formas en que el cine ha ensayado respuestas con mayor o menor éxito. Exigirle un cierre, una solución o una fórmula mágica sería no sólo peligroso sino además una cristalización engañosa de la cual es necesario escapar.
Una de las grandes discusiones a la hora de poner el ojo sobre un pasado abierto con mucho por cicatrizar es aquella que se refiere a la capacidad que puede tener una mirada de ser realmente crítica. No se es crítico sólo por el hecho de seleccionar una temática que exige a gritos una sutura y un lugar justo dentro de la historia. Muy por el contrario se corre el enorme riesgo de caer en trillados discursos repetidos y en la prolongación de la omisión que sólo ofrece como resultado un repaso repleto de carencias. Lo que plantea El pasado que miramos es, en definitiva, la necesidad de mirar hacia atrás con compromiso, con cuestionamiento, comprendiendo el ejercicio de la memoria como un trabajo. En un presente en el cual proliferan los discursos acerca de la década del setenta el verdadero trabajo de la memoria sería deshojar el pasado protegiendo el futuro, de cerrar por un lado heridas individuales y colectivas pero también las puertas de la reiteración, como un aprendizaje tangible del ejercicio realizado. Volver a mirar lo visto para no volver a verlo.

 

Por Sol Santoro